19990201






Texto: D. Misael Bañuelos - 1944

Era allá por los años de 1840 al 1850, cuando la Reina Dª Isabel II pasó hacia Santander por la carretera que de Burgos conduce a la magnífica ciudad norteña.

En Cobanera, pueblecito situado en la confluencia del río Sedano con el Rudrón, existe una fuente maravillosa que sobrepasa en belleza natural toda hipérbole de ponderación.

En su salida, al pie de una montaña de piedra caliza, en forma de colosal peñascal, mana un pozo de más de treinta pies de profundidad y de una superficie de pequeña plazoleta, donde el espíritu del hombre no sabe qué admirar más, si la enorme cantidad de agua cristalina que brota, el verdor claro de sus riberas o el azul purísimo y bellísimo del fondo del pozo cuando le ilumina el sol.
El lugar solitario y silencioso y las magnificencias naturales embargan el ánimo al principio y le impulsan después a hondas meditaciones e íntimos sentires.

Este paraje de ensueño quiso ser visitado por una damisela de la corte de la reina. Un tío suyo, que con el general Longa derrotó allí a los franceses que se retiraban de España, la había contado maravillas de la prodigiosa fuente del Pozo Azul.
La reina descansó junto al puente del río Rudrón, y a la sombra de un nogal, que aún existe, comió la corte dedicando después algún tiempo al esparcimiento por aquellas amenas orillas de los ríos Rudrón y Sedano.
La damisela de la corte se hizo guiar hacia la fuente del Pozo Azul, y allí precisamente, ajeno a todo, un pastorcillo de cabras tocaba alegre y feliz la mejor música que sabía con su dulzaina, llamada gaita en aquellos pueblos.
Sentado a la sombra de un salcinal no se dió cuenta, con su música, de la llegada de la elegante joven, dama de la reina.
Vióla aparecer como salida de la fuente, toda vestida de azul y protegida contra el sol con una sombrilla de color de rosa. Suspendió el gaiterillo su música y creyendo que era la reina se hincó de rodillas sin articular palabra, arrobado ante la belleza y elegancia de la joven.

- Buenas tardes, señor músico, dijo la damita. ¿por qué estás de rodillas?
- Señora, porque sois la reina.
- No soy la reina: soy una dama de su corte.
- Si no sois la reina, sois la Virgen, Madre de Dios.
- ¡Oh gaiterillo! No hables así. La Madre de Dios está en el cielo y no baja junto a esta fuente.
- Si no lo sois lo parecéis.
- ¡ah pastorcito! Tocad una de vuestras músicas, mientras me siento un ratito junto a la fuente. -Hacedme ese favor.
- ¿Y qué tocaré que os agrade?
- Lo que queráis. Junto a esta fuente maravillosa y en esta soledad agreste todo será bueno.

Tocó el gaitero lo que supo de tonadillas y cantos del país, mientras la joven ensimismada contemplaba el salir y correr del abundantísimo caudal cristalino.
Cesó el pastorcito en su música y la joven dama exclamó:

- Muy bien has tocado la música, aunque apenas recuerdo nada. La he sentido con agrado y emoción que no pensé. ¿Cómo te llamas gaiterillo?
- José, señora.
- Dad, dijo a uno de los que la servían de compañía, unas monedas a José, el gaitero del Pozo Azul y yo te doy las gracias. Buenas tardes, José.
- Adiós, señora.

Con la vista siguió el gaiterillo a la damita, hasta que la perdió de vista, quedándose sin saber si todo aquello fue ensueño o una realidad. Desde aquel día el gaiterillo no pudo quitar de su vista la seductora y bella aparición que tuvo junto al Pozo Azul, y de su alma la purísima emoción que la bella damisela despertó en él.
Vagaba él encantado como un sonámbulo junto al Pozo Azul cuantas veces podía, y se sentaba al pie del salcinal esperando nuevas apariciones de la damita de la reina.
Sus palabras cariñosas, persuasivas y dulces resonaban constantemente en sus oídos con ecos que jamás se apagaban. ¡Que buena! ¡Que bella! ¡Que blanca! ¡Que elegante vestida! ¡Que pelo tan rubio! Sólo en el cielo, decía, puede haber seres así.
Pasaban los meses y cada día se sentía más triste y compungido recordando a la hermosísima y bella damisela.
Desde entonces su dulzaina tenía nuevas músicas ideadas por él y dirigidas a la mujer de ensueño que vio por primera vez junto al Pozo Azul, y allí en sus orillas tocaba el gaiterillo de Cobanera. Un año transcurrió mirando la carretera y sonando su música cada día más perfecta y con nuevas melodías.

Junto al pozo azul estando ensimismado vio una noche a la luz de la luna surgir del pozo la figurilla gentil y maravillosamente bella de la damisela de la reina. Corrió tras ella y se sumergió en el agua del Pozo Azul.
La figura se esfumó y el pastorcito a nado volvió a la orilla tras bracear por el pozo unos segundos.

¡OH señora mía! ¿Por qué me huís? ¿Por qué desaparecéis cuando a vos me acerco? Piedad, señora, os amo, os quiero, como quiero a la Virgen, Madre de Dios.

- José tienes trastornado el juicio, le decía su madre. Ay pobrecito, hijo mío, vas a morir por ella. Te tiras al agua fría del pozo azul muchas noches, corres entre las mimbreras de sus orillas y del río que del pozo nace.
- Moriré acaso madre, pero yo no puedo olvidar su figura, y llevo su imagen en mi corazón.

Al fin del verano la reina volvía de Santander a Madrid y se enteraron José y su hermano Juanito, abandonaron sus cabras y esperaron firmes a orillas de la carretera, junto al lugar donde la reina comería y que iba a ser, esta vez, junto a la fuente del Pozo Azul.

Allá quisieron ir los dos hermanitos, pero la guardia de la reina lo impidió.
Ante la maravilla del pozo y finalizando la comida, la reina dijo a su dama: duquesa, fuente como ésta es digna de una mitología, como las de la antigua Grecia. El complemento de este paisaje es la música y desearía oír una música sencilla y primitiva, como la de vuestro enamorado gaiterillo. Y volviendo la vista a un servidor, dio orden de que se buscase y llevase allí al gaiterillo José.
Radiante de felicidad y gozo corrió el gaiterillo de Cobanera a postrarse ante la reina.

- Tocad, José lo que sea mejor. Vuestra amiga, la duquesa también lo desea. José el gaiterillo teniendo sólo ojos y alma para la damita de la corte, hizo sonar la mejor música que supo y pudo.

Muy del agrado de la reina debió ser, cuando Dª Isabel II le dijo: - Gaiterillo José eres un gran músico. ¿Quieres venir a Madrid?
En palacio te daremos un empleo y te perfeccionarás como músico.

- Acepto, mi reina y seré feliz junto a ustedes.

Fue José a Madrid por ver a su damita, la hermosa y bella duquesita.
Poco disfrutó de tal dicha: Una epidemia de viruela, que causó muchas víctimas en Madrid y que también atacó a la reina, se llevó al cielo a la duquesita buena y bella, para que fuese allí un ángel más.
¡Quien pudiera describir el dolor del gaiterillo de Cobanera! Su pena le puso en trance de muerte. Su melancolía no tenía término. La reina, bondadosa, le llamó, le envió a sus médicos, más nada consiguieron. El dolor del gaiterillo no se mitigaba.
La reina accedió a los ruegos del gaiterillo de permitirle volver junto al Pozo Azul de Cobanera y le dio licencia y dinero y el pastorcito de cabras llegó al Valle del Rudrón triste y medio muerto.
Mejoró algo, y los padres para acelerar la mejoría, oyendo consejo de todos, médicos y vecinos, le ajustaron de cabrerillo en Tubilla del Agua, con el propósito de alejarle del lugar de sus recuerdos.


Inútil todo. En la soledad, lejos de la familia y con menos amigos que le distrajeran de sus penas y obsesiones, seguía viendo a la duquesita de día y de noche, lo que le originó numerosas caídas por las cuestas y tropezones con los peñascos, al correr tras la imagen adorada, precipitándose no pocas veces en los pozos del río, siguiendo a la aparición y llamándola, incluso a voces, en el silencio de la noche.
El mismo día en que hacía el aniversario de la muerte de la duquesa, se hallaba José con otros pastores en el paramal junto a donde cortada a pico verticalmente se encuentra la Peña Rubia, enorme peñasco en el cauce de erosión del río Rudrón.
Habían comido los pastores y para distraerse le rogaron que tocase su gaita con lo mejor que hubiese aprendido en la Corte.
"Sólo unas notas sonaron, cuando fijando la vista en el vacío paró de tocar, y mientras los otros le contemplaban absortos, se levantó rápido, diciendo con cara de placer inefable. Vedla allí; allí está. Me llama. Voy."
Y corriendo llegó al borde de Peña Rubia y cayó, pesadamente esta vez, estrellándose al pie del colosal peñasco.

Texto escrito por D. Misael Bañuelos y publicado en la revista agrícola CERES, de Valladolid, en mayo de 1944.
Y facilitado a esta web por Esther Arnaiz vecina de Covanera.
*Covanera, como hoy se llama, la pone con b que es como antiguamente se ponía el nombre del pueblo.